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Ironías

Ironías

Pedro Pablo Yermenos

De una destartalada caja de cartón sobraba espacio para su inventario de mercaderías y faltaba para albergar sus sueños. Cada día pagaba diez centavos para trasladar su empresa a la esquina del parque donde tenía que huir cuando la lluvia amenazaba con arruinar su vida.

 Esa fue la etapa posterior a la de limpiabotas. De ahí escaló a un anaquel de madera con sogas horizontales donde colocaba los artículos que ofrecía a transeúntes que compraban más que por necesidad, como reconocimiento al tesón cotidiano de aquel joven cuyos méritos eran ostensibles.

 Para entonces supo que en un pueblo del Cibao una señora importaba, para ventas al por mayor, fardos de encajes; conos de hilos; zippers y muchos de los productos que ofrecen las mercerías. Hacia allá se dirigió y llegó al negocio al mediodía. Sin rubor, le dijo que necesitaba pequeñas cantidades de varias cosas. La propietaria le comunicó que no vendía al detalle. Él insistió. Le informó de las característica de su actividad y le suplicó que lo apoyara.

Tenacidad y confianza marcan progreso emprendedor

Fue autorizado a seleccionar un poquito de cada cosa. Al momento de sumar, la compra hacía 800 pesos. Le comunicó que solo tenía 400 y necesitaba que le entregara a crédito el resto. La mujer estaba atónita ante tanta intrepidez, pero al tiempo conmovida por la bonhomía que reflejaba el rostro de aquel fajador. Sin pensarlo, le respondió que se arriesgaría y confiaría que saldaría la deuda.

 Diez días después el hombre retornó. En esta ocasión, la compra hizo 1,500. Quedó debiendo 1,000. Así, fueron incrementándose visitas y montos. Los saltos del negocio del emprendedor eran sostenidos. Fue alquilando pequeños espacios. Construyó su propio local, abrió sucursales. Se convirtió en líder del  sector.

 Lo contrario fue ocurriendo con su generosa suplidora inicial. Por constantes problemas de salud y sucesivas crisis económicas, se fue apagando su esplendor hasta cerrar su establecimiento. Del lado de él, prosperidad creciente.

Años después, viviendo ella en la capital, el caballero la contactó. Ni uno ni otro daban crédito a lo que veían. Ella no podía creer que fuera el personaje que imploraba concesiones. Él no concebía cómo había llegado a tales niveles de pobreza.

 Cada semana la visitaba. Le entregaba solidaridad envuelta en amor y gratitud. No cesaba de resaltar aquellos detalles del comienzo, cuando ella confió en él aun desprovisto de las apariencias a partir de las cuales se suele medir, penosamente, la dignidad.